
Hoy me acordé de cómo era el mundo cuando el mundo era otro. Hace mucho, al menos, una semana. Todos los extranjeros aterrizaban en la calle en la que vivo, una arteria detrás de la Gran Vía, en el epicentro de Madrid. Los locales, en su mayoría bares, vomitaban gente de noche y de día. Los perros esparcían su orín por todas las esquinas. Salir a comprar el pan era entrar en un videojuego en el que sorteaba decenas de fantasmas hasta llegar a la panadería. Los niños en patinete atropellaban a los vagabundos. Decenas de modernos presumían de portátil en los cafés. El olor a marihuana se mezclaba con los gases de los tubos de escape. El cielo rebosaba de ruido y contaminación, nutriendo de polvo cada alféizar, barnizando los cristales de hollín, cubriendo de negro todas las ventanas. No había margaritas en los balcones. Entonces, yo hubiera querido morirme porque no se podía aguantar tanta vida.
Hoy recordé cuando éramos otros. Antes de que el miedo pulverizara las mascarillas de las farmacias, llenara de papel higiénico las despensas, vaciara de latas los estantes del supermercado. Antes de que el ejercito saltara a la calle, de que la enfermedad colapsara los hospitales, de que se impusiera la regla del metro en la conversación. Antes de que el palacio de hielo se llenara de cadáveres. Antes de que los ancianos convivieran con ancianos difuntos en las residencias. Antes de que las familias no pudieran decir adiós a sus muertos. Antes de que el mundo se aislara del mundo.
Ahora, barro y escucho la radio imparable. Pongo la lavadora y actualizo la última hora en el ordenador. Friego mientras conecto con el discurso del presidente del gobierno. Troceo las judías verdes y consulto el noticiero en internet. Ordeno la alacena y grabo en vídeo los aplausos de los vecinos. Limpio la nevera y miro la televisión. No sé qué será para ustedes su profesión, pero para mí ser periodista es lidiar con la necesidad imperiosa y permanente de contar lo que nos pasa. Y lo que, por ejemplo, me pasa mientras escribo esto, es que no puedo ni podré contar nada nuevo. La epidemia suspendió mi trabajo y solo llegaré a contarles el desasosiego que me asalta. Y barro. Y pongo la lavadora. Y limpio la nevera. Y ordeno el armario. Y paso la aspiradora. Y me escapo a comprar el pan. Y me convierto en una ladrona que se esconde de nadie en las calles vacías e insólitas del centro de Madrid. Y cuento uno, dos, tres, cuatro vecinos y un perro haciendo cola frente al supermercado manteniendo las nuevas distancias de seguridad. Y doblo la esquina y me sorprende el inaudito canto de los pájaros en las calles del barrio. Y entro en la galería comercial de tenderos enfundados en guantes y mascarillas. Y se me suspendió la realidad. Y compro mandarinas. Y lejía. Y puerros. Y cebollas. Y lentejas. Y regreso al arresto domiciliario. Y subo los cien escalones que separan la calle de mi apartamento. Y cada escalón es una tabla de ejercicios. Y así evito el cubículo infecto del ascensor. Y entro en casa. Y me lavo las manos. Y paso la aspiradora. Y barro. Y pelo unas zanahorias. Y me impongo una línea de seguridad que me mantenga a salvo de mí misma. Y conecto la radio. Y me acuerdo de las palabras de la periodista Leila Guerriero que dicen: “Dejar atrás es, ahora, la forma de ganarlo todo. Regresar, la única forma de seguir adelante”. Quiero contarles cómo era el mundo cuando el mundo era otro. Hace mucho, al menos, una semana. Por eso escribo.

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