
Acelera, agarra el volante y sus pulseras de cuero giran en la misma dirección que la curva. Hay casas de piedra, algunas en pie. Las calles están desiertas y llenas de polvo. El termómetro roza los cinco grados, es marzo, no hay humo en las chimeneas. Desde el asiento de copiloto observo al cura que no lleva sotana ni alzacuellos. La camisa suelta de cuadros, el pelo largo. Miro la raya que hace su pantalón vaquero al pisar el acelerador. El vello corporal asoma por el último botón de su camisa. La carretera zigzaguea por los pueblos, los une y los separa como una frontera vacía.
– Los perdemos, dice Teo.
-¿Para qué te viniste a trabajar aquí, lejos de todo?, pregunto.
Para en seco el coche. Abro la puerta y veo que saca del maletero un papel. Se lo ofrece a una mujer que cuida vacas frente a la carretera. Sé exactamente lo que está haciendo.
-Buscamos gente, contesta.
Se retira el pelo de la cara y le ofrece el papel a la mujer, es un folio escrito por las dos caras y envuelto en plástico. Se remanga la camisa, las pulseras de cuero ciñen su muñeca. La mujer tiene unos cuarenta años, sonríe y golpea en el lomo a las vacas con un bastón. Es una celebrante de la palabra, una vecina que lee en misa el texto que escribe el cura. Hay veinte como ella en la comarca. Habitantes que llegan donde él no llega. Teo, el cura, tiene a su cargo quince pueblos. Sólo en un fin de semana celebra seis misas. Además de ser el sacerdote con más parroquias de toda Zamora, por las mañanas es profesor de religión. La mujer guarda el papel en el delantal, sus gafas rojas contrastan con el verde del campo. Vive de vender chuletas. Si sus hijos quisieran quedarse esa tierra y continuar con la ganadería, ella les diría que no. La mano derecha del cura sujeta un mechón de pelo que el viento empuja en la misma dirección que la hierba.
-¿Buscamos gente?, pregunto.
Teo conecta el radiocasete de su Opel Astra. Se recuesta en el asiento. Suena Luis Eduardo Aute. Baja el volumen. Sabe a lo que he venido. Le observo conducir por las carreteras desiertas de una comarca desierta y pienso en el recorte que dejé abandonado sobre mi escritorio antes de salir de casa. La prensa de tirada nacional le sacó en portada. Un cura en la primera página de un periódico es como un extra de moda primaveral en una revista de economía. Guardé el recorte; y su foto, la foto de un rockero dando la comunión a una anciana vestida de negro tapada de pies a cabeza. Salir a buscar gente, eso es exactamente lo que hacemos. Intentar descifrar qué sucede en esta zona de España con rincones menos habitados que los lugares menos poblados de Siberia o Laponia. Teo mete quinta y las ruedas rebasan una curva que yo no habría pasado ni en tercera. Miro hacia atrás, el atardecer dibuja dos rayas paralelas de polvo en la carretera. Un puñado de ancianos sentados al sol saludan al cura. Estamos a una hora de Zamora aunque las señales digan que la capital de provincia está a 65 kilómetros. Las arboledas centenarias avanzan a través de la ventanilla.
-¿Esto no tiene salida?, insisto.
Teo tira de freno de mano, sale al camino y vocea. Un millar de ovejas come lo que queda verde del pasto, el rebaño se espanta. Un niño de apenas diez años chisca la lengua, contiene al ganado y corre hacia el cura. Una mujer y un hombre le siguen despacio. Sonríen. Teo les entrega una botella de vino. Ella limpia la iglesia de uno de los pueblos, él lleva la cruz en los entierros. El chaval dice que de mayor quiere ser pastor. La mujer le mira. Su hijo es el único niño que queda en el pueblo, le acaricia el pelo. Será pastor, dice, pero primero tendrá que estudiar.
-La salida es montar un tanatorio, oigo al cura mascullar mientras se despide del matrimonio y del niño. Enfilamos un sendero de arena. Hay algunas casas más adelante. Un cementerio en una colina. Un bosque al fondo. Delante, la llanura. Eso que llaman los campos de Castilla aquí limita al norte con Galicia y al oeste con Portugal. Estamos más cerca de la raya portuguesa que de cualquier capital de cualquier provincia española. A Teo se le mueren los pueblos, se le desprenden del mapa como migas de un mantel al sacudirlo por la ventana. Las aldeas, las casas, las iglesias, los habitantes de la Comarca de Aliste son migajas que se escapan para ser devoradas en vuelo por gorriones como aves carroñeras.
-¿Cuántos años llevas en esta zona?, digo.
-Llegamos tarde, contesta.
Las campanas tocan a misa. Entra en la iglesia, en la sacristía y con la puerta abierta se mete en la casulla, la estira despacio sobre el pantalón vaquero. Las mujeres han encendido las velas. Al fondo, tres o cuatro ancianos; delante, señoras con pañuelo a la cabeza vestidas de negro, con la mirada fija en el altar. A la hora de la paz, Teo baja del púlpito y da la mano a todos los vecinos, uno a uno. Se levantan, le esperan.

Teo se crió entre obreros, a los veinte eligió el sacerdocio y el pueblo. Hoy está nervioso. Es un cura, un sacerdote, un clérigo, un pastor y la cámara le persigue, indiscreta; le interroga, le convierte en el protagonista del relato audiovisual sobre la falta de habitantes en su comarca. Teo es el sacerdote al que todos esperan, el cura que no vende biblias. Ese que se ha quedado sin mayos de infancias y comunión, aquel que no ve llegar puntillas bordadas a las pilas bautismales, el que pelea por robarle al alcalde el penúltimo sacramento del matrimonio y quien ha cambiado los ataúdes por urnas. El cura que no pasa el cepillo se debe al voto de pobreza, de castidad, de obediencia, de caridad. El cura que tiene un póster del Ché Guevara colgado detrás de la puerta de su dormitorio nunca podrá estar en las afueras de las afueras del marco que lo sostiene. Llega a mi altura, las pulseras de cuero apretadas a su mano izquierda. Pasa de largo. Sabe que la cámara no cree en Dios. Son las ocho y media de la tarde. Un rayo de luz se cuela por un ventanuco. Al fondo, el cura levanta el misal. La estufa de butano no puede con el frío.
-Llevo veintidós, dice Teo.
-¿Veintidós?
-Veintidós años trabajando en estos pueblos, tengo cuarenta y siete.
Teo sabe que los periodistas adoran los números. Se ha hecho de noche. Llueve. La luz roja del salpicadero marca seis grados. Me fijo en el cuentakilómetros, hemos recorrido sesenta en dos horas. Avanzamos en la oscuridad de la carretera. Todos los habitantes de la contorna suman mil doscientos, son quince pueblos. En cinco años ha enterrado a 210 vecinos y bautizado a cinco niños. La última rapaza nació hace dos meses. El parabrisas del coche barre las gotas que resbalan amarillas al trasluz de las farolas.
La contorna y la rapaza. El lenguaje y sus fronteras. Las palabras mueren o desaparecen en el abismo cuando no se usan. Las palabras nos definen: los amigos que tuvimos, el grupo social al que pertenecemos. Las palabras le cuentan a un ladrón, antes de que nos robe, cuánto dinero llevamos en la cartera. Teo no quiere dejar caer a su contorna ni a la rapaza que sostiene en brazos. Se llama Sofía. Es la última niña que pasará por su pila bautismal. Los padres de Sofía reciben al cura en casa, vestidos de domingo; la lumbre baja. El vino y el chorizo, sobre la mesa.
Hace veinte años comenzó a dar clase de religión en el único instituto de la zona a 300 chavales. Hoy en sus aulas quedan 136 alumnos. El cura que tiene un ojo verde y otro azul entra en clase y un remolino de chavalería se le acerca, le pone la mano en el hombro, le enseña las últimas fotos de grupo en Facebook. Teo proyecta la imagen de los apóstoles en una pizarra digital, hoy toca examen del Evangelio. Fuera: la carretera, la bombona de oxígeno en el maletero dentro de un bote de hostias consagradas, las pulseras de cuero bien prietas, las manos al volante.

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