
La noche antes de bajar a la mina el sueño se ahuyentó. La cabeza se desbocó. A esas horas en las que la mente oscurece la claridad, basta con que abras una ventana a la incertidumbre para que no puedas volver a cerrarla ni a golpe de piedra. La noche era un hervidero de miedos. La mina mandaba. Y lo peor es que al día siguiente había que madrugar. El pozo Sotón abría su boca a nuestra cámara al amanecer. Enclavado en la comarca minera de Langreo, en Asturias, el pozo dejó de escupir carbón en diciembre de 2014. Ahora presta sus agujeros de pozo auxiliar al activo pozo María Luisa.
Cuando nos presentamos en la mina, mi estómago era un hueco hueco. La falta de sueño y el temor se habían llevado el hambre. No podía evitarlo.
A la mina se baja en una jaula, un ascensor industrial cerrado con barras de hierro por los cuatro costados. A través de las rejas puedes tocar la pared de hormigón, sentir el eco del mortero conteniendo la roca. Contengo la respiración. Descendemos a las entrañas de la tierra. Primera parada. Octavo piso. 400 metros bajo el suelo.
A la mina se sigue bajando por una chimenea, una escalera excavada en la piedra. Es el primer orificio que se le abre a la roca para extraer el carbón. Los puntales de madera castigan o sostienen, según, el movimiento del agujero y sirven de agarradero. Dos pies y una mano en los palos o dos manos y un pie. Siempre. Bajas casi en vertical. El movimiento desprende arena y polvo. Tengo mucho calor. Me ahogo. El hueco, pensado también para escapar si las cosas se ponen negras, tiene medio metro de ancho y 800 metros de longitud. Mejor no mirar hacia abajo. Segunda parada. Noveno piso. 500 metros bajo el suelo.
A la mina se puede seguir descendiendo por un tubo de peldaños inclinados, un túnel arañado a los intestinos de la tierra. Aferrada a una cuerda. A más profundidad, más humedad. No pensar, pisar. El carbón, cuanto más profundo, más caro. Cuanto más abajo, más duro. Cuanto más caes, más rumias la dureza del trabajo en la mina. Los callos del tajo son rumor siendo visita. Décimo piso. 700 metros bajo el suelo. Última parada. La máxima cota a la que se puede descender en nuestro país. Ningún rascacielos llega tan alto sobre la superficie terrestre. Respiro. El recorrido dura cinco horas pero hace rato que no funciona el tiempo.
A la mina se baja con casco, linterna, mono, botas de caña alta y rescatador; un aparato respiratorio que, si el aire se pone oscuro, has de enchufarte a boca y nariz para salir pitando. Al pozo no se baja en soledad. Si eres minero, vas en par. Si eres turista, vas en compañía. Seis mineros, formados como guías y en primeros auxilios, reconstruyen su mirada para dirigir al visitante a través del territorio sin luz. Intercalados. Minero, turista, minero, turista, minero… Así, hasta diez. Pedro es el capitán. Hijo de minero fallecido, sabe de la dureza y de la oscuridad de la mina; de lo que la mina te quita y de lo que la mina te da. Él y sus compañeros han aparcado el martillo picador para convertirse en luminarias de las visitas. Ganan en salud y en condiciones laborales. Avanzo con ellos por las galerías y el hueco del estómago se llena, el estrés y la ansiedad se pulverizan. Todo lo que estamos viendo ha sido construido por hombres como ellos. Cierro las compuertas del miedo.
El pozo Sotón es el primero que abre al público cinco de sus 140 kilómetros de galerías. La experiencia, pionera en España, se vende como turismo de aventura. Es el presente de la mina en una comarca donde antaño hubo 50 pozos abiertos y 40.000 familias viviendo del carbón. Hoy quedan cuatro activos y 1500 personas comen del mineral. ¿Será el turismo la mina del futuro del carbón?
Del pozo se sale en la misma jaula en la que se entra. Cuesta abrir los ojos. Respiro. Al fin y al cabo, la bajada a setecientos metros bajo tierra no se improvisa.












Imágenes: Jose Antonio Julián.
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