Melilla es un cruasán de doce kilómetros cuadrados, media luna de tierra apretada, de este lado, por las olas del mediterráneo, del otro, empujada por la presión fronteriza del continente al que pertenece. A Melilla llegan cada día desde el Rif una legión de 30.000 marroquíes. Hombres y mujeres que se aplastan en la frontera, pasaporte en mano, atravesando el torno fronterizo para llenar sus fardos de mercancías imposibles en las decenas de naves industriales que hay en el paso de Beni Enzar. Melilla come del comercio. Los porteadores marroquíes comen de cada ir y venir, de allí a aquí, de aquí a allí, echan al estómago tres o cinco euros por viaje.
La masa del cruasán melillense es compleja. Añade a los 30.000 rifeños diarios, un buen puñado de cristianos, cuarto y mitad de musulmanes, una pizca de hindúes, y un millar de judíos. Bate bien la mezcla. ¿Salen grumos? ¿Qué esperabas? Ahí llegan, once mil funcionarios para amasar. Si el pasado militar de Melilla ha llenado su historia de legionarios, soldados de reemplazo o familias peninsulares en juras de bandera; el presente fronterizo de Melilla llena sus calles de guardias civiles y de policía nacional. La tan traída y llevada concertina, esa rosca de cuchillas que no cortan, hiere. Pasear por sus 12 kilómetros y setecientos metros, inquieta. Al fondo, disparos. La legión sigue utilizando el poco monte libre de ladrillo para entrenar a este lado del muro de acero.

La suma diaria de ingredientes eleva a 83.000 el vecindario. Y aún no hemos echado los 2000 subsaharianos que esperan en el Gurugú su gran salto, a ratos, mortal. ¿Qué hacemos? ¿Los unimos a la masa? Pero si sólo tenemos 12 kilómetros cuadrados de cruasán. No hay café para todos. Ni leche en la que mojar.
Y, ahora, el horno. El horno de la Ciudad Autónoma tiene su propio gobierno, que para eso es autónoma. Un horno con Marca España de termostato obsoleto. Es una compleja maquinaria burocrática donde para todo se necesita un papel, un sello y donde impera el oficialista «vuelva usted mañana».

Melilla es una gran hermana, una torre de vigilancia 24 horas. Sólo en el perímetro fronterizo terrestre hay esparcidas 42 cámaras y un semillero de alarmas. Y luego está el habitante autóctono. El cristiano, melillense o melillita (según quien mire) que, celoso de su nacionalidad, ha esparcido la bandera de España en cada esquina, en cada bar, en sus ropas, en la frontera, en los comercios, en el Mercado Central. La bandera como defensa, la bandera como asta para recordar a Marruecos -y al propio gobierno español- que ese trozo de tierra ganado a África es España. El horno está encendido, caliente, a punto de reventar.
Melilla es la única ciudad española que tiene la única estatua de Franco defendiendo la memoria histórica en el centro de la ciudad. ¿Y quién cuenta esta realidad local?: Cuatro periódicos, varias emisoras de radio y media docena de televisiones locales. Medios «patrocinados» o «subvencionados» (según quien mire) por el propio gobierno autónomo. Y luego están las mafias haciendo negocio con los sueños de los subsaharianos que quieren soñar. Si a este lado colocan concertina, al otro lado aumenta la dificultad y, por tanto, aumenta el precio del viaje a la tierra prometida. A dos mil euros el salto y cuatro mil el pasaporte falso. Puro negocio. De la guerra civil en Siria están llegando familias enteras que pagan fortunas a las mafias para entrar en la ciudad. ¡Ah!, y los niños de la calle, dos centenares de menores (sin padres ni madres responsables o conocidos) que se escapan del Centro de La Purísima porque cuando cumplen 18 no tienen papeles y han de volver a empezar.
La realidad melillense tiene vértices como pinchos. Los de dentro, apretados gritan. Los que mandan, miran hacia otro lado: el negro no vende. Melilla no es una valla, ni una frontera ni una concertina. Es más, mucho más. África se aplasta intentando pasar por una diminuta puerta hacia esta gigantesca y ciega Europa.
Casi me como la guinda: Melilla tiene un 41% de paro. La masa se me ha hecho bola. No está el horno para cruasanes.

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