Lo mire por donde lo mire, no veo más que ventajas en la huelga indefinida de recogida de basuras. Siempre he sido muy perezosa a la hora de decidir qué bolsa escoger para echar desperdicios. Así que he empezado a ahorrar tiempo y dinero. Llevo con la misma bolsa casi siete días, está a rebosar, pero insisto: todo son ventajas; no he tenido que cargar los cinco pisos sin ascensor para depositarla en el contenedor. Me cuesta deshacerme de lo que es mío, he dejado de sufrir ese sentimiento de propiedad privada. Ahora todo lo mío se queda conmigo. Por fin he entendido eso de que «somos lo que comemos» y ahora estoy conociendo mucho más a fondo a mis vecinos. La basura está esparcida a lo largo y ancho de la calle en la que vivo, ahora sé que el vecino del primero come gambas congeladas, la señora mayor del tercero disfrutó ayer un cocido (hay restos de tocino, garbanzos fritos y una pata de pollo en el portal), el señor del quinto izquierda, que está viudo, se apaña con tortilla precocinada y la vecina del segundo derecha le da al cordero con patatas.
Con la basura ha vuelto el juego a la calle. La infancia tiene centenares de latas de refrescos a las que arrear patadas. Jugar al pilla-pilla es mucho más divertido, las torres de plásticos, cartón y papel invitan a esconderse detrás, delante, dentro. Hay cristales rotos. Botellas esmeriladas. La mierda tiene un sinfín de desconocidas posibilidades. Los dueños de los perros han estrenado sonrisa. Durante estos días de felicidad supina, no cabe ni un cagarro más en las papeleras, ya no hay que meter la caca canina en esas bolsas estrechas y antinaturales. Los canes defecan donde les viene la gana, que para eso son canes.
Estoy disfrutando del otoño como nunca. Pisar la alfombra marrón de hojas secas, oír su crujir, sentir su crepitar bajo mis pies es una sensación nueva. Si el invierno nos sorprende con heladas anticipadas y la huelga de basuras a cuestas, podremos disfrutar de divertidas caídas de ancianos con bastón o trepidantes carreras de hombres en muletas sobre una amalgama de hojas secas y putrefactas. Pura diversión.
Teniendo toda la basura al alcance, bien a la vista y bien revuelta, no hace falta hurgar en la escombrera. Todo está a pedir de mano. Los hombres del pincho y el carrito han descubierto un nuevo presente y yo puedo disfrutar un nuevo pasado leyendo decenas periódicos atrasados sin acercarme al contenedor. Las noticias vuelan en el pavimento, se pegan al orín de la farola y se arremolinan a la costra pegajosa de la esquina. Un lujo inesperado.
Lo mire por donde lo mire, los efectos positivos de la huelga de basura van a más. Cada día de huelga sumaremos 300.000 kilos de basura en calles, parques y jardines de Madrid. Un paraíso en esta esquina.
Un paraíso que fotografían los miles de turistas que pisan la capital de un país dedicado en cuerpo y alma al turismo. El ayuntamiento madrileño privatizó la gestión del estercolero. Hoy se lava las manos: la basura no es cosa suya. Así, trabajadores y patronos andan frotando trapos sucios. Los primeros pelean para hacerse con un contenedor verde en el que ya no cabe una Botella que les libre del ERE que podría dejar a 1000 empleados en la calle. Los segundos luchan por un contenedor azul con el que llenar de papeles un nuevo concurso: el de los contratos basura. Lo mire por donde lo mire todo es color. La costra marrónoscurocasicaca adorna las calles.
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