Mario se mira en el espejo, se atusa el pelo y sonríe; plancha su camisa con las manos. Hugo le espera en la habitación de al lado, dando el último sorbo a su penúltimo café. Café negro. Mario y Hugo. Hugo y Mario. Comparten habitación y hotel. Frente a su puerta hacen cola 45 periodistas. Son las estrellas cinematográficas del momento. Conceden entrevistas. Siete minutos de preguntas y respuestas, cronómetro en mano. Ellos y sus vecinos: Alex, Carmen, Carolina y Jaime han tomado la segunda planta del hotel más lujoso de San Sebastián.

Hay un lugar estos días concentrado en estrellas. Un lugar donde actores, directores, actrices, periodistas, reporteros gráficos, exhibidores, distribuidores y productores trabajan en los adentros y en las afuera del cine. Arrejuntados, todos, en apenas unos metros cuadrados. Hay una calle en San Sebastián, frente al hotel más lujoso de la ciudad, en la que estos días se concentran historias de histeria, de paroxismo, desfallecimientos e insomnios. Una calle en la que se retienen los fluídos y se espesa la respiración. Una calle en la que se amasan fuertes dolores de cabeza, pérdidas de apetito y de pesadez abdominal.
Mario y Hugo se levantan del sillón victoriano. Cinco horas respondiendo a la prensa crómetro en mano son: 315 minutos y siete penúltimos cafés. Cafés negros. Hay que salir. Hay que estirar. Respirar hondo. Llega el momento. Llegan las fans. Hugo mira por la ventana. Enciende el penúltimo cigarrillo. Mario mira el reloj, estira por penúltima vez su pantalón. Ni una raya descolocada. Mario abotona el penúltimo botón de su camisa; mira a Hugo. Juntos bajan la penúltima escalera de caracol.
Hay una ciudad en la que viven 185.000 vecinos y en la que estos días se venden 150.000 entradas de cine. Esa ciudad que consigue alargar el verano y mover en una semana 27 millones de euros de bolsillo en bolsillo.
Hay una vez en la vida en la que tienes que planchar el acongoje para que entre en la maleta, recoger del tinte los nervios y disimular en la trasera de la mochila tres noches de insomnio. Hay una vez en la vida en la que pisas -por primera vez- la alfombra roja del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Hay una primera vez y, para mí, esa vez ha sido esta.
Hugo y Mario atarviesan la puerta del hotel. Miles de adolescentes, mujeres, hermosas, sencillas o feas enloquecen. Apiladas gritan. Mario y Hugo pisan la calle. Al otro lado de la valla, miles de manos femeninas y un propósito: ganar un autógrafo a las manos masculinas. Ellas llevan de pie horas como siglos. A ellos nada les perturba. El mundo se mueve por impulsos invisibles. A ellas les basta con la ensoñación. Ellos viven una ficción paralela.
Hay un cine español que se promociona a la americana. Hay un cine español que que grita, que tiene insomnio; un cine que se queda sin espectadores, sin ingresos, un cine que soporta un IVA del 21%. Ojalá haya una vez en la que los autógrafos de Mario y Hugo consigan resucitar el cine español. Ojalá, esta vez, Las brujas de Zugarramurdi de Alex de la Iglesia hagan lo que hizo Lo Imposible de Juan Antonio Bayona esa otra vez.
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