Vivo en el centro de Madrid y sufro a veces, con verdadera desgana, la transformación que transforma la Gran Vía y sus arterias colindantes las tardes y noches de los fines de semana. Soy más de acercarme a la Gran Calle madrileña a comprar el pan cualquier día laborable -y por la mañana-. Me gusta pasear cuando no hay hordas de turistas foráneos o del extrarradio; me siento incómoda viendo mostrar a los primeros sus cámaras fotográficas a la desvergüenza del tironero, y fuera de lugar al observar a los segundos pasear por la urbe vestidos de boda, bautizo o comunión.
Pero anoche era la noche de la fiebre del sábado olímpico; esa noche en la que, por tercera vez consecutiva, Madrid tenía dolores de parto. Esta vez sí, esta vez nos iba a nacer un hijo capaz de librarnos de todos los males, un primogénito con fuerza suficiente para borrar la deuda de la ciudad más endeudada de España. Y más por curiosidad periodística que por convicción de ciudadana implicada, me eché a la calle. Quería asistir al parto.
Divisé la desembocadura de la calle Alcalá en la Plaza de la Independencia atestada de gente. Observé desde lejos la gran pantalla gigante (gran redundancia) instalada para facilitar el seguimiento multitudinario del parto olímpico. Preámbulo de la gran fiesta, la pantalla escupía imágenes como contracciones. Vi varias dotaciones del SAMUR preparando dosis de epidural y cajas de bisturís por posible riesgo de hemorragia colectiva. Había cientos de policías dispuestos a cortar el cordón umbilical si la euforia se desbordaba, y decenas de periodistas (hubo más de un centenar de medios acreditados) retransmitiendo en directo cada contracción. Sentí envidia de mis compañeros, iban a grabar los primeros llantos del recién nacido sueño olímpico.
Al filo de las nueve, un mensaje en el móvil de mi amigo y periodista Carlos Roldán me avanzaba el titular. El niño turco había sacado la cabeza. Estambul adelantaba a España en el parto. El sueño olímpico entró en sufrimiento fetal. Para entonces yo ya estaba volviendo a casa. Antes de que llegara al portal el bebé japonés nacía con un pan bajo el brazo. Tokio, su madre, es de una economía más que solvente y no tiene doscientas bolsas de sangre escondidas por dopaje -está certificado en la partida de nacimiento-.
Justo cuando yo abría la puerta de casa, y antes de que el sueño olímpico madrileño entrara en parada cardio-respiratoria, los médicos decidían practicar un aborto olímpico. El feto venía con malformaciones económicas y una baja tasa sanguínea de credibilidad internacional.
Queda contrastado: no se me había perdido nada en la Gran Vía durante la noche de la fiebre del sábado olímpico. Respiré hondo. Encendí el ordenador y derogué la Ley de Plazos que le había puesto a mi pereza para escribir en este blog. Después del aborto olímpico, ¿seguirá menguando, por obsoleto, el 80% de las infraestructuras deportivas construidas? ¿Acabará como campo santo el Estadio de La Peineta, contratarán a jardineros para cortar sus malvas? ¿Habrá contabilidad B en La Caja Mágica que anime a algún mago a trabajar en ella? ¿Aprenderá inglés Ana Botella antes de 2020?
Respiré hondo otra vez. Entonces no sé muy bien qué extraña asociación de ideas me llevó a acordarme de uno de los primeros padres de la criatura olímpica: Alberto Ruiz Gallardón, ex alcalde de Madrid y actual Ministro de Justicia. Con el aborto olímpico aún en quirófano, lo imaginé ensayando su no sonrisa ante el espejo. De haber nacido el bebé olímpico, él no sería hoy protagonista. Apagué la tele y pedí sushi para cenar.
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